Las heroicas abuelas de África
Han aceptado volver a ser madres por segunda vez, por un periodo que normalmente se extenderá hasta el final de sus días. Acogen a los retoños de sus hijos vivos y también a los huérfanos que otros han dejado a la intemperie. Día tras día se despiertan, tras pasar noches de poco sueño, para encontrarse con bocas abiertas que piden alimento, cuerpos enfermos que demandan curación y mentes agitadas que necesitan consuelo. Son las heroicas abuelas de África.
Veintidós años de guerra, desplazamiento y trauma en el norte de Uganda han dejado un legado de ruina social que tardará varias generaciones en recomponerse. La primera víctima de este desastre ha sido la familia, antaño sólido pilar de la sociedad tradicional africana que ofrecía calor y protección en momentos de crisis.
De las ruinas de este derrumbamiento familiar se levantan a duras penas desorientadas muchachas que caen víctimas de la explotación sexual, en todas sus formas, y que suelen acabar siendo madres solteras a su pesar. El desmoronamiento del conflicto produce también parejas jóvenes y con poca preparación que se separan al poco tiempo de empezar a vivir juntos. Cuando suceden estas cosas, son las abuelas quienes al final cargarán con el niño venido al mundo en estas circunstancias. Digo las abuelas, y no los abuelos, porque la mujer --por lo menos en África-- tiene mucho más espíritu de sacrificio que el hombre, y también porque en las Áfricas azotadas por mil conflictos abundan las viudas.
La abuela, que en muchos casos no tendrá mucho más de cuarenta años, se sacrificará para que su hija adolescente, convertida en madre prematura, pueda retomar sus estudios. Cuidará del niño de pocos años después del fallecimiento de su joven madre como consecuencia del sida que ha arrasado la población más joven en estas latitudes. Limpiará, vestirá y alimentará al chiquillo nacido en el bosque de su joven madre, secuestra por la guerrilla para ser niña soldado y esclava sexual y rechazada cuando volvió a la aldea.
Para ellas, cada día es una dura lucha de alimentar, vestir, bañar y llevar a la escuela a sus nietos convertidos en hijos. Pasarán largas horas en enseñarlos, escucharlos, corregirlos, consolarlos y guiarlos en sus primeros y frágiles pasos en este comienzo de camino largo y tortuoso que es la vida, a donde llegaron sin encontrarse con la protección y los medios necesarios para empezar este difícil viaje.
Sólo Dios sabe cuántos kilómetros caminan cada semana para llevar a un niño detrás de otro al centro de salud para medicinas y vacunas, para vender cuatro cosas en el mercado y sacar unas monedas para alimentarlos... Y al final del día, después de bañarlos, darles de cenar, contarles historias y acostarlos, se ocuparán aún de otro niño más que demande su atención. ¿Descansan alguna vez las abuelas en África? No creo, porque cuando el ángel se ha quedado dormido, entonces otro abre sus ojos y pide a la abuela que le escuche o que le responda a alguna de sus muchas preguntas.
¿Cómo se las arreglan para conseguir los recursos necesarios para cuidar a tantos niños? Caminan grandes distancias desde el campo de desplazados al terreno donde cultivarán, bajo el sol, unos cacahuetes o unas mazorcas de maíz. Hacen fuego para quemar carbón vegetal, que después venderán en cualquier cruce de caminos a 600 chelines (unos 25 céntimos de euro) el balde, venden unos pocos mangos a cincuenta chelines la unidad, tejen cestas, trenzan esteras, hacen ladrillos y muelen grano. A menudo, reciben el injusto pago de un marido pendenciero y borrachín o el abuso de un nieto maleducado y arrogante. Cuando esto ocurre buscan un rincón apartado donde nadie las vea, esconden la cabeza entre las manos y lloran solas en silencio bajo el escondite de la noche. Pero no se rinden, porque saben que al día siguiente los mismos niños que las han gritado se pelearán entre ellos y entonces acudirán, magullados y llorosos, para que la abuela ponga paz entre ellos, y cuando eso sucede se olvidan al instante del sofoco que las hicieron pasar el día anterior y con paciencia escuchan y aconsejan a sus nietos.
Lo que más me sorprende es lo felices que parecen. Ni una queja, ni una maldición sobre su duro destino, ni el menor signo de fatiga, ni esperar ninguna recompensa. Si un día se rindieran o hicieran huelga, la economía de Uganda se hundiría en una crisis energética más grave que si se secaran las aguas del Nilo, las estrellas dejarían de brillar, la hierba dejaría de crecer y ningún halo de luz hermosa se filtraría por la triste oscuridad que 22 años de guerra han dejado por los lugares que habitan.
Por eso, cada vez que las he visto con sus nietos a cuestas a la puerta del dispensario de la misión, o bajo un árbol en su aldea, o llevándoles a la espalda por caminos llenos de polvo, no puedo dejar de pensar que Dios debe de tener una imagen muy parecida a sus rostros ajados, sufrientes, a veces arrugados, pero con la sonrisa de la mujer que nunca dice no cuando se le presenta un nuevo niño al que cuidar.
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